Diego de Landa
Los miedos de los inquisidores.
Después de una mudanza bastante pesada, estoy apenas retomando la normalidad, empezando por leer de forma consistente una vez más. Leer es una de las formas en las que más me siento enraizado en la cotidianidad. Me hace sentir vivo. Robándole a Eduardo Galeano, los libros son casas de papel, casas de memoria en un mundo que no deja de intentar hacernos olvidar todo, desde quiénes somos y adónde vamos, hasta de los crímenes que supuestamente tenemos que dejar impunes en nombre de la paz.
Memoria del Fuego es una maravilla, uno de esos libros que iluminan la identidad, despedazan las formas simplistas de entender y contar la historia de nuestro continente, y hace asombrarnos de nuestras raíces. Esto no es prosa, es poesía, y es algo más importante y bello aún que un testimonio fidedigno de los hechos. Consiste en una especie de mitología para Latinoamérica. También es un reflejo de Eduardo Galeano, un escritor que expandió las posibilidades de su oficio, no solamente de manera artística, sino en cuanto al rol del escritor frente al imperialismo, al horror y la estupidez. Sin duda es uno de los libros más importantes de América.
Ayer leí cuando Galeano cuenta de una de las noches más ínfimas y abominables en la historia de nuestro continente: la quema de los códices mayas. En esa noche ocho siglos de literatura maya fueron incinerados bajo órdenes del inquisidor Diego de Landa. Galeano cuenta la noche de forma muy cruda, pero a la vez esperanzadora. La memoria no se incendia y, si no se contará en esos códices, será en la boca de aquellos que sigan vivos a lo largo de los siglos.
Releyendo ese momento en esta fecha donde se clama un proceso de paz cuyos sinónimos son la impunidad y el olvido, un horrible borrón del sufrimiento de Palestina, de su historia y su cultura, de una ciudad que yacía ahí desde hace cuatro mil años, pienso qué tanto Diego de Landa sigue vivo.
Diego de Landa nunca ha muerto en la historia. Su otro nombre es el bien.
Las páginas de Memoria del Fuego están repletas de este concepto — ¡tan útil! — que es el bien. El barco de John Hawkins, un hombre que raptó, traficó y vendió a la esclavitud a más de trescientos seres humanos, de cuya empresa fue principal accionista la Reina Isabel, se llamaba el Jesús. Bajo el nombre de Cristo, cuya doctrina condena la codicia y la avaricia como pecados, ciudades y culturas enteras fueron demolidas y saqueadas por su oro. Un paraíso, como le llamaba Colón, donde el invierno nunca llegaba y el verano era eterno – todo esto en poco más de quinientos años fue arrasado y despojado.
Quinientos años. En la actualidad vemos realmente lo que significó la conquista y el genocidio de América. En la conquista del continente están enraizados la incineración atmosférica que es el cambio climático, la terrible destrucción de los bosques, que significa la muerte de la biodiversidad, la erradicación de lenguas y mitologías enteras, que no es más que el empobrecimiento de la memoria y la imaginación. Hoy en día, tormentas categoría cinco ya son normales en el Caribe.
Diego de Landa sigue mirando a las llamas y la ceniza. Sus virtudes le hacen sonreír, sacar de su hábito un crucifijo de oro, al que besa. Reza, mientras manda sus acorazados a robar los trescientos billones de barriles de petróleo crudo de Venezuela.
Pero alrededor del fuego, la oscuridad está viva. Pienso también qué hay detrás de ese otro concepto, ese campo donde supuestamente se especializan estos expertos en demonios.
El mal.
¿Qué le da forma a este concepto? Los miedos de los inquisidores. ¿Qué tanto temía, teme y siempre temerá Diego de Landa?